De la inocencia como principio político

Martes, primer día del intento de investidura de Feijóo, llego a casa de los amigos que nos acogen a mi bebé y a mí y me preguntan cómo ha ido. Les digo que aun lo estoy digeriendo, que me siento fuera de lugar, que no soy de ese mundo… pero que empiezo a ver cómo se perfila ante mí la intuición de que el aprendizaje del día es la necesidad de reivindicar la inocencia como principio político. Aun no sé ponerle palabras. Me preguntan otra vez, tienen curiosidad, es la novedad, mi novedad, su novedad (nunca habían tenido una amiga diputada).

Podría narrarles lo hiperbólico de los atuendos de senadores/as y parlamentarios/as, la estupefacción ante el pataleo (literal, no es una metáfora) de la bancada de la derecha cuando se enfadan, la presidenta amonestándoles como a un grupo de puériles “señorías, no está permitido patalear en el hemiciclo; ¡señorías! Por respeto a la ciudadanía, ¡no pataleen!”, podría perderme y entretenerme en un relato entre divertido y fascinado de lo que he presenciado, del ver a personajes de la tele en carne y hueso en el mismo hemiciclo que tú, de las alfombras tupidas y los rivetes de los cuadros vetustos, de la que supongo tan manida descripción de los agujeros de bala en el techo de la sala de plenos como memoria vivamente petrificada del 23F, de ese primer pase por un universo que has visto en la tele en cuyas bambalinas has comido un donut y bebido un agua con gas Pero no me apetece, recuerdo una charla con concejales de otras ciudades en 2016, cómo muchos se quedaron en la explicación humorística de los choques entre el sentido común de la calle con el que veníamos nosotros y la lógica privada de la institución, recuerdo cómo me frustré porque no estuviéramos siendo capaces de hacer una reflexión colectiva un poco más abstracta, sin quedarnos enganchados en la gestión del día a día en la que te absorve la política municipal. No quiero eso, no quiero reproducir las anécdotas que todo el mundo espera o puede intuir del choque entre tu mundo y el de la política del congreso, me da pereza ontológica.

Estoy desubicada, solo tengo intuiciones, estoy apabullada por las decenas de impresiones que se apelmazan en mi cabeza sin ningún tipo de orden y se distribuyen, caóticas, a modo de sensaciones por mi cuerpo. Todo es nuevo, y al mismo tiempo ya has aprendido que, a la que te descuidas, te ponen unas gafas que vienen de serie para ver ese mundo con el mismo prisma con el que se ha mirado siempre (ahora no incluyo a las derechas en el “todo el mundo” elíptico de la frase) , mis gafas están desenfocadas (y me gustan así, me marean, pero me gustan), me resisto a ir al oculista.

En realidad, no es cierto que no me apetezca, mi verdadera vocación es más bien la de antropóloga invisble, es que creo que lo que quiero explicar es otra cosa. E intento hacerlo, le explico mi indignación, mi desconcierto, “esperaba un debate más ideológico, no sé cómo decirlo”, me molesta que no haya habido debate. Sin embargo, realmente no sé cómo decir lo que quiero decir; de hecho, en ese momento aun no tengo claro qué quiero decir, no soy tan rápida clasificando emociones. Que no se haya abordado una contraposición de posiciones políticas en relación a cómo éstas pretenden transformar la realidad me imprime una distancia para con el lugar y quienes lo habitan; la sensación de haber asistido a un debate en lenguaje privado entre actores que poco ayuda a que la ciudadanía sepa que la política también les pertenece. Porque tal vez aparte del manido “hablemos de los problemas de la gente” – con el que es imposible estar en desacuerdo- la intuición democrática dice que hay que ir más allá, hay que hacer una política, hay que hacer política de manera que la ciudadanía sepa que ésta le pertenece.

En el triángulo “la política como potencia transformadora de la realidad, la política como espacio de conquista de cuotas de poder y la política como la arena en la que mantener a flote el partido como un fin en sí mismo” me ha faltado la primera. Más bien, la ausencia de la primera me ha resultado desgarradoramente dura, me ha generado desafección desde dentro.


Torpemente le explico eso a mis amigos, lo hago desde el disgusto, el malestar, con tópicos “yo quisiera que se hubiera hablado más de lucha contra la emergencia climática, de los grandes retos que tenemos como sociedad y no tanto de si tú pactaste con tal o cual en el año de la perica, de si tú eres más así o más asá”… lo hago mal, en algún momento incluso parece que mi crítica (no sé si es una crítica, es una crónica patosamente subjetiva) no distinga entre derechas e izquierdas. Ellos quieren chascarrillos de backstage, reflexiones de altos vuelos y yo balbuceo que es todo un teatro, que no se ha hablado de lo que realmente importa, que patrimonializan la política, de lo obceno de la forma de estar de las derechas… Y casi se ríen de mí “pero eso no pasa, ¡Gala! ¿dónde te crees que has aterrizado? ¡Si hasta nosotros sabíamos que eso era así! ¿Qué esperabas?”… me pasa lo mismo al día siguiente, cuando expreso estupefacción respecto a lo presenciado el día anterior y lo que está trascurriendo en ese momento ante compañeros de espacio durante el transcurso de la sesión y amigos de hace tiempo cuando ésta acaba: me explican diligentemente la jugada de Sánchez frente a Feijóo y para con Yolanda, vuelven a decodificarme el discurso de Puente como un maestro que explica álgebra por primera vez; con tono audaz me aleccionan sobre cómo no he entendido que Feijóo está hablándole en parte a su parroquia, construyendo y afianzando su figura como líder de la oposición. Me explican cosas que sé, aunque asiento con la cabeza al mansplaining profesado con cariño -pero no por eso menos mansplaining-, otras que no he sabido leer, pero todos reproducen los códigos y la gramática de ese espacio. No hay expresión de sorpresa genuina fuera de las pocas sorpresas tácticas que se manifiestan. Y a mí me indigna la sensación de pensamiento inmerso en la inercia.

Yo la única certeza que tengo después de dos días de debate de investidura es que hay que reivindicar la inocencia como principio político. No se trata (o no sólo se trata) de que te falten herramientas para interpretar esos códigos y palabras para descifrar esa gramática, no: se trata de no olvidar, no desprenderse de la idea de que aquel lugar tiene que ser también el que le devuelva la polítca a la gente, el que trace horizontes de futuro, el que confronte visiones del mundo; que la guerra por las cuotas de poder o los juegos por asegurar la supervivencia de un partido o un candidato son, no solo secundarios, sino a menudo, un obstáculo para para hacer polítia desde los cuerpos, donde “la gente”, “la ciudadanía” se convierten en personas con rostro, derechos y agencia política.

Primera semana de “cole”, lección uno: reivindicar la inocencia como principio político. Eso no quiere decir ser naif, sino, simplemente, quiere decir pensar fuera de la inercia; no perder el foco. Se trata de no dejar de sorprenderse -casi desde una actitud netamente filosófica- frente a lo que no es como debería ser para que la política sea un arte más parecido al arte de amar que al arte de la guerra.

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